Y el día vuelve a sucumbir sin nadie que lo
llore mientras las nubes se condensan en petequias de alquitrán. El auto sigue
avanzando por la carretera y le rezo una oración por el descanso de sus
albores.
Parece hacer más frío del esperado para la hora, tanto así que el mismo frío comienza a advertir catástrofe y te vi partir. En ese momento también se extinguió mi aliento.
Parece hacer más frío del esperado para la hora, tanto así que el mismo frío comienza a advertir catástrofe y te vi partir. En ese momento también se extinguió mi aliento.
Era
martes, el segundo de un junio peculiarmente crudo, cerca de las 7 de la tarde
y yo iba camino a la capital después de un día de trabajo larguísimo, cuando
los cielos explotaron en caravanas de arreboles desatando una exhalación cargada de dolor.
En dos segundos habitó la oscuridad en el mundo y
las almas llenaron de lamentos el aire anunciando el paso de la Muerte llorando
su miseria, pero al ver mi rostro supo que el infierno se enraizó en la
tierra.
Preguntó el porqué de tanta hiel mezclada con melaza,
de la decidua de los ojos hinchados tras la tormenta, si acaso tenía nombre el
aura de resignación que delataba la causa y si era el mismo que a ella le robó
el corazón.
Preguntó la razón de mi silencio a la fuerza, y si no era mejor el amor confeso que
el amor profeso.
Tomó mi mano, caminamos, y dijo “Entre los vivos vagamos los muertos, querida.”
Tomó mi mano, caminamos, y dijo “Entre los vivos vagamos los muertos, querida.”
Se quedó conmigo lo que duró la inmensidad dejándome
conocer su condición más pura y que alguna vez fue mujer, aunque por guardar mutismo
con desespero terminaron por destruirle el amor, aquel hombre que le
desgració la vida con besos mentirosos. Me mostró entre cuentos de personajes
ajenos que había empezado a transitar el mismo camino tomado por ella hace
tiempo ya, sugiriéndome con sutileza la reconsideración del asunto, pues aún no
era tarde para buscar la salvación. Entonces cuando amanecía julio, tomé la
decisión: Mejor amor confeso que amor profeso, con las consecuencias que fueran
y en caso de fracaso me iría corriendo lejos donde se pueda olvidar.
Bajé las defensas traídas
desde la cuna para exponer mi esencia frágil estacionada en la encrucijada
ofrecida por un término tan simple, sin alcances y que siempre complica las
cosas. Lo miré de frente y sentí que la Muerte se había ido porque ahora era yo
quien tomaba su lugar. No puede haber dos Muertes en un mismo sitio, es un
monopolio macabro por el peso acarreado tras robarle el alma a quien se
descuidase un segundo.
Nunca hubo nada, aún habiéndolo
todo. La vida misma no tenía sentido desde entonces. La catástrofe llegó a mi
puerta. Por primera vez lágrimas.
El muchacho de torpe andar desapareció tras la bruma del invierno luego de escucharme hablar a cerca de mis intenciones con sus afanes. Quería jugar y jugó a probar valía con una presa arisca y tan fácil de cazar para sus ojos. ¿Por qué los ojos son un abismo suicida?
No había intención de quedarse y no lo hizo, a
sabiendas que era el último golpe que soportaría mi corazón en desahucio. Le importó
un carajo.
Me robó el soplo de
esperanza sin deferencia como el trofeo de sus conquistas por estos lados,
convirtiéndolo en el manifiesto de sus hazañas para encontrar los secretos de las
sirenas.
Me quedé vagando por
las calles sin aliento, pensando en que si tenía suerte, tal vez, un día de
estos cuando alcance mi cuota de almas en secuestro, me revoquen la condena.
ESCRITO POR: FRANCISCA KITTSTEINER
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