El cuerpo tiene memoria. Recuerda la sensación del viento
salino escociendo las junturas cuando el atardecer está pronto a nacer, o el
dolor de una herida al contacto con las vendas y el agua, los detrimentos de la
piel al regenerarse sin tener conciencia… Un dedo deslizándose tentador por la
espalda cuando no se sospecha…
El cuerpo tiene memoria. Recuerda el escalofrío que causa la
mirada profunda de un asechador a la espera de atacar al bajar la guardia, el
pánico de ya no sentirla y de pronto, reconocerlo, sin dudar, al pasar entre
la caterva al salir tarde a caminar sin rumbo. Se sabe quién la causa, es
inconfundible como una marca tácita desprovista de firma clara, pero
irrepetible.
El mío no ha olvidado las quimeras desatadas desde el otro
extremo del salón con cada pestañeo de esos ojos oscuros, peligrosamente
oscuros similares a las nubes que acarrean tempestad sobre los trigales.
El mío extraña un beso en el cuello dejado en un descuido
entre el ajetreo de lo cotidiano, la electricidad descargada de los labios
tiernos repletos de perversión sin tener deseos de profanar a la inocencia. Hay
anhelo desparramándose por doquier y nada que traiga algún recuerdo desde el panteón donde ya ni cenizas quedan de la historia.
El mío siente una respiración haciéndose sutil al
profundizarse en el letargo. Siento unas manos adueñándose del espacio congelado y placer suspendido en el tiempo, garfios enganchándose de mí cuando
el sueño es exaltado por un vestigio de voz familiar llamando desde lejos a las
vulnerabilidades del orgullo. Te siento decir mi nombre cuando el cólera ataca
al verte desprovisto del futuro. Me pasa lo mismo. También llamas mi nombre con
amor por estos días, lo sé. Es una vibración inquietante, bailarina en el pecho, que
aparece los viernes en la noche, cercana a las 10, nostalgia amalgamada con
melancolía y una copa de bordeaux. El cuerpo reconoce a su dueño, aunque el
dueño ya no esté.
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